Dios le
confió a San José una misión excepcional: ser esposo de la Virgen María y padre
adoptivo de Su Hijo, Jesús, constituyéndose así en el Custodio de la Sagrada Familia.
San José es, por lo tanto, el santo que más cerca está de Jesús y de la Virgen.
Las fuentes de información confiable sobre la vida de San José son
el evangelio según San Mateo y el evangelio según San Lucas. Existen una
variedad de escritos posteriores con muchos detalles contradictorios que se le
atribuyen a su vida (el "Evangelio de Santiago", "La Historia
Copta de San José", la "Vida de la Virgen y la Muerte de San
José", etc.), pero estos libros no están dentro del canon de las Sagradas
Escrituras y nunca han sido considerados verdaderos por la Iglesia.
San José era descendiente del rey David y probablemente nació en
Belén, aunque vivía en Nazaret en el tiempo de la Anunciación. Su oficio era el
de carpintero (Mateo 13,55, Marcos 6,3).
Las palabras de la Anunciación por parte del ángel Gabriel acerca
de la venida del Hijo de Dios que se encuentran en el Evangelio según San Lucas
1,28-38, fueron dichas «a una joven virgen que estaba comprometida en
matrimonio con un hombre llamado José, de la familia de David. La virgen se
llamaba María.» (Lucas 1,27).
En la cultura judía de entonces, toda mujer debía pertenecer a un
hombre: a su padre, a su esposo o, si fuera viuda, a un hijo, por lo que este
compromiso daba ya los derechos de la vida conyugal; es decir, María ya es
esposa de José, aún cuando ella no había salido todavía de la casa paterna
(Mateo 1,20,24).
José fue hombre agradable a Dios: justo, bueno (Mateo 1,19).
Cuando María quedó embarazada por obra del Espíritu Santo es evidente que José
aún no sabía cuál sería su papel en este misterio; pero pronto quedaría
aclarado cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José,
descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu
casa; si bien está esperando por obra del Espíritu Santo, tú eres el que
pondrás el nombre al hijo que dará a luz. Y lo llamarás Jesús, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1,20,21).
De esta manera, aunque José no era padre natural de Jesús, el Hijo
de Dios, a él se le encomendó darle el nombre, lo que era propio del padre o
tutor y, por lo tanto, San José se convierte en el hombre elegido por Dios para
una confianza muy especial: ser el Custodio del Redentor, de María Santísima y
del misterio cuyo cumplimiento habían esperado desde hacía muchas generaciones
la estirpe de David y toda la “casa de Israel”.
Juan Pablo II nos dijo: “José entra en este puesto con la
sencillez y humildad, en las que se manifiesta la profundidad espiritual del
hombre; y él lo llena completamente con su vida. «Al despertar José de su sueño
hizo como el ángel del Señor le había mandado» (Mateo 1,24). En estas pocas
palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena
característica de su santidad. «Hizo». José es hombre de acción. Es hombre de
trabajo. El Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya. En cambio, ha
descrito sus acciones: acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el
significado límpido para la realización de la promesa divina en la historia del
hombre; obras llenas de la profundidad espiritual y de la sencillez madura”.
Durante la Navidad en Belén (Lucas 2,1-18), contemplamos a San
José en medio de circunstancias adversas, muy cerca de Santa María, lleno de
delicadezas con Ella. Jesús va a nacer. Él ha preparado lo mejor que ha podido
aquella gruta del pesebre. Pidámosle nosotros que nos ayude a preparar nuestra
alma para recibir a Jesús.
Luego vemos a la Sagrada Familia en el momento de la presentación
en el templo (Lucas 2,22-35). De nuevo San José dice “sí” a Dios, sin
objeciones ni demoras, cuando “el Ángel del Señor se le apareció en sueños a
José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Quédate
allí hasta que yo te avise, porque Herodes buscará al niño para matarlo.» José
se levantó; aquella misma noche tomó al niño y a su madre y partió hacia
Egipto” (Mateo 2,13,14).
Imaginemos esa huida de noche, a través de cientos de kilómetros
de desierto, hacia un país extraño, sin conocer su lengua, sus costumbres, sin
contactos, sin trabajo del cual vivir... para después de un tiempo regresar,
siempre en obediencia a la voluntad del Señor (Mateo 2,19-23).
Seguramente Jesús llamaba “padre” a José (Lucas 2,48), pero en el
templo de Jerusalén, después que él y María encontraron a Jesús a quien habían
perdido de vista, José escucha las misteriosas palabras: «¿Y por qué me
buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre?» (Lucas 2,49)... y José,
lo mismo que María, saben bien de Quién habla. No obstante, Jesús estaba sumiso
tanto a José como a María (Lucas 2,51) tal como un buen hijo está sumiso a sus
padres.
Pasan los años de la vida oculta de la Sagrada Familia de Nazaret.
El Hijo de Dios, enviado por el Padre, está oculto para el mundo, oculto para
todos los hombres, incluso para los más cercanos. Sólo María y José conocen su
misterio. Viven este misterio cada día. El Hijo del Eterno Padre pasa, ante los
hombres, por hijo de ellos; por «el hijo del carpintero» (Mateo 13,55). Al comenzar
el tiempo de su misión pública, Jesús recordará, en la sinagoga de Nazaret, las
palabras de Isaías que en aquel momento se cumplían en Él, y los vecinos y los
paisanos dirán: «¿No es el hijo de José?» (Lucas 4,16-22). El Hijo de Dios, el
Verbo Encarnado, durante treinta años de vida terrena permaneció oculto: se
ocultó a la sombra de José. Al mismo tiempo, María y José permanecieron
escondidos en Cristo, en su misterio y en su misión.
Como se puede deducir del Evangelio, San José dejó esta vida antes
de que Jesús se revelara al mundo como Cristo, pues no aparece en los relatos
del Evangelio de Su predicación, pasión, muerte y resurrección. Al morir Jesús,
María queda sin familia cercana (viuda, sin hijos) que la pueda acoger y, para
los judíos de entonces, es como una maldición para una mujer el quedarse sola.
Jesús, estando en la cruz, confía María a su discípulo Juan, “Y desde aquel
momento el discípulo se la llevó a su casa” (Juan 19,27). Sería absurdo,
inconcebible, que una madre tuviera que ir a vivir con otro familiar teniendo
esposo o hijos propios.
A propósito de San José, nuestro recordado Juan Pablo II, nos
regala esta reflexión: “La Iglesia, que, como sociedad del Pueblo de Dios, se
llama a sí misma también la Familia de Dios, ve igualmente el puesto singular
de San José en relación con esta gran Familia, y lo reconoce como su Patrono.
Esta meditación despierta en nosotros la necesidad de la oración por
intercesión de aquél en quien el Padre celestial ha expresado, sobre la tierra,
toda la dignidad espiritual de la paternidad. La meditación sobre su vida y las
obras, tan profundamente ocultas en el misterio de Cristo y, a la vez, tan
sencillas y límpidas, ayude a todos a encontrar el justo valor y la belleza de
la vocación, de la que cada una de las familias humanas saca su fuerza
espiritual y su santidad”.
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